martes, 1 de febrero de 2011

EL JUEGO DE MORALZARZAL

Salvador Dalí

En la corte de los Luises[1] se acostumbraban los bailes en que los invitados a palacio se escondían detrás de máscaras y antifaces.
Era ése, un anonimato casi ingenuo, pues no era muy difícil advertir la verdadera identidad de quienes ocultaban su rostro con tan artificiosos como ineficaces artilugios. Asimismo, diferentes ceremonias que tienen que ver con lo religioso, lo esotérico o lo mágico, también imponen mantener los rasgos faciales ocultos o disimulados...
La fiesta a la que estábamos invitados era por lo menos extraña. Principalmente, porque ninguno conocía en persona a los otros invitados –a excepción de su propia pareja y al anfitrión–, mas sí, todos tenían referencias puntuales de los demás, de tal modo que aquellos más sagaces podrían, con los indicios que contaban, descubrir en el transcurso de la velada quién era quién.
Resulta ser que cada arribo era visto con renovada curiosidad. Es sabido que en las reuniones están los que llegan temprano, los primeros, los que casi se pierden en la inmensidad de los salones vacíos y también los que se hacen desear, los que retacean su presencia, los que parece que ya no van a venir y que por ende todos esperan.
Salimos de nuestro apartamento con suficiente tiempo, pero nos demoramos más de la cuenta en las afueras de Madrid. Debíamos recorrer algo menos de cincuenta kilómetros para llegar a Moralzarzal, y una vez allí, dirigirnos a los fondos de la Parroquia de San Miguel Arcángel, desde donde seríamos conducidos hasta nuestro destino final, el cual –ciertamente– no nos había sido revelado con antelación.
Quien ofició de amable guía, y luego de habernos esperado con diplomática tolerancia, nos inició en la primera consigna de la fiesta. La misma consistía en no revelar los verdaderos nombres, salvo que quien te interpelase dijera el apropiado; claro que el que se arriesgase a tanto pagaría con su inexcusable expulsión cualquier súbito error en el que incurriese. Es decir, se podría permanecer a sola condición de no equivocar la identidad de los demás invitados, de igual modo, aquél que fuera descubierto sería retirado de inmediato.
Cuando aún no terminábamos de comprenderlo, nuestro críptico interlocutor nos anotició de la segunda consigna, complementaria de la primera, y que obligaba a descubrir a una persona en las primeras dos horas, con lo cual, aquellos que no cumpliesen con tal meta no podrían quedarse más allá de ese tiempo, a menos que hayan sido objeto de un error de otro celebrante con antelación.
La cantidad total de invitados era de un mil, que sumados al único anfitrión, el misterioso Sr. D., totalizaban un mil uno en la reunión. De esos un mil, quinientos eran hombres y el resto mujeres.
A las 23.59 hs. la totalidad de los invitados estábamos acreditados y se nos habían asignado las mesas respectivas. Eran cien de ellas, redondas, fastuosas y con diez de nosotros a su alrededor, a excepción de una, que se integraba con diez comensales y el anfitrión, quien en lugar de descubrir a alguien y eliminarlo, salvaría por su exclusiva voluntad a alguno y –obviamente– nadie podría excluirlo a él.
Antes de las dos de la mañana quienes quedásemos en la fiesta ascenderíamos a quinientos dos porque, o seríamos descubiertos, descubridores, o neutros, pero estaba claro que no superaríamos esa cantidad antes del primer baile, teniendo en cuenta también que el Sr. D. redimiría a un expulsado.
Esta primera eliminación, como era de esperar, se haría en la propia mesa, por lo que en gran medida, lo que supuestamente iba a ser compartir un magnífico banquete y alguna que otra maravillosa conversación, quedó impuesto de ser una dura porfía para ver quiénes se quedaban y quiénes estarían marginados durante la primera prueba.
Curiosamente, se advirtió con el correr de los minutos que aquellos que no lograban identificar a otros invitados optaron por eliminar a sus propias parejas sin más trámite. La ley de la selva había llegado y puesto en evidencia la voracidad de muchos de los invitados, a esta altura innegables jugadores de este juego, que se vislumbraba complejo y un tanto perverso.
Una vez retirados los primeros quinientos eliminados, el Sr. D. se dispuso a hacer uso de su prerrogativa y salvó a una mujer cuya pareja la había sentenciado a traición.
Habilitó entonces su reingreso, pero antes de condonarle la pena le preguntó qué sentía por quien la había descubierto, que en este caso era su marido: ¡Asco, desprecio, ira! –respondió ella–. Entonces el Sr. D. la tomó de un brazo, le corrió los breteles del vestido y descubrió sus pechos a los que empezó a besar y mordisquear con despiadada lujuria ante la mirada atónita de todos nosotros, la complacencia de la mujer y el abochornado marido.
      Señalando al infortunado cónyuge le dijo:
-          Tú la has perdido, tal vez la tenías y la humillaste. Por tu codicia no dudaste en marcarla. ¡La vergüenza es tu condena y la de todos que lo mismo que tú han hecho por escaparle a vuestras propias limitaciones! Exijo entonces que quienes hayan marcado a sus parejas, hombres o mujeres, abandonen ya mismo esta sala. Son indignos, no merecen permanecer, pues si bien han cumplido con la letra de la consigna, han vulnerado su espíritu. ¡Fuera de aquí!
Así fue entonces que quedamos trescientos treinta y un invitados, más la mujer reinsertada y el Sr. D. totalizando de tal modo trescientos treinta y tres los aún salvos.
De inmediato, se atenuaron las luces y la música sonó tan fuerte que tornó imposible el hablar con alguien. Por razones que desconozco entramos todos en un éxtasis frenético que nos hacía vibrar al ritmo de cada ensordecedora melodía.
      Bailamos, y yo no me separé de ella, nos mantuvimos siempre en foco de visión, nos rozamos, nos sedujimos y nos amamos como siempre, con un gesto, con una mirada o con un pensamiento.
      La voz gruesa del Sr. D. pidió un abrupto silencio y la música se detuvo de repente.
Con la sala a media luz y nuestros cuerpos humedecidos de incipiente transpiración, el anfitrión anunció que, tal como en las veladas de los Luises, habríamos de ponernos máscaras, mas sólo hallaríamos cien de ellas distribuidas aleatoriamente sobre las mesas. Al encenderse las luces quienes no tuvieran su rostro enmascarado deberían retirarse de súbito.
      Por fortuna, di bastante rápido con dos de ellas, las tomé y le ofrecí una a mi compañera que ya estaba desesperándose. También noté que en otros lugares del salón había reyertas y escaramuzas, se escucharon gritos y el sonido inconfundible de copas y otras vajillas rotas.
      En un segundo, la luz nos inundó lastimándonos los ojos, que ya se habían acostumbrado a la penumbra. Repuesto de ese trance, la miré y le hice un guiño insinuándole que todo estaría bien y que se veía hermosa –también– con el rostro cubierto. Ella asintió con un mohín y me tomó de la mano.
Con algo de preocupación, advertimos que si bien muchos tenían las máscaras puestas, algunos otros sólo tenían pedazos o fragmentos de las mismas y que, naturalmente, estaban aquellos que sus rostros no disimulaban la frustración y el temor por lo que sería inevitable.
            El Sr. D. dijo:
-          Damas y caballeros, invito a retirarse a todos aquellos que no han conseguido hacerse de una máscara, pues para lo que vendrá no será posible permanecer aquí sin ella. Del mismo modo exijo a quienes la hayan roto o sólo conserven una parte de la misma, pues, o se tiene máscara o no se tiene. Los que queden, permanecerán en su lugar hasta tanto se hayan retirado los que deben irse.
Quedamos setenta y siete. Era éste un espectáculo extravagante, pues las máscaras reproducían los rasgos de aquellos inolvidables personajes de cuentos infantiles y populares, con su nombre grabado en la frente, pero eran todas de color rojo furioso, brillante, refulgente. Allí estábamos entonces, asemejándonos a Pinocho, Caperucita, Hansell y Gretel, Peter Pan, Cenicienta, Blancanieves y tantos más.
      El Sr. D. se dirigió de nuevo a nosotros y nos conminó:
-          Quítense las máscaras y verifiquen si la que poseen se corresponde con el género de cada uno. Si es así, colóquensela otra vez. Aquellos que no atesoren esa coincidencia deberán abandonar sin demora la sala.
Sabía que ella era “Alicia”, la veía... ¿Pero yo? ¿Quién sería? ¿Y si tuviera una máscara femenina y debiera retirarme? Con nerviosismo me la quité, sentí un escalofrío corriendo por mi espalda y respiré al leer “Oliver Twist”... Menos mal que le acerqué a ella la correcta en medio de la oscuridad –pensé–, pues ello hizo que yo mismo conservase la apropiada.
          A esta altura éramos treinta y tres los que aún permanecíamos y ella estaba conmigo. Un atildado y prolijo sirviente nos condujo por diferentes pasillos de la gran casa con el objeto de llevarnos a una suerte de ambiente hexagonal e inmaculadamente blanco, en el que se destacaba una lustrosa mesa ovalada con trece sillas y coronada por una magnifica araña con caireles de cristal, justo encima del centro de mesa enorme y plateado.
Un rápido servicio nos ofreció distintos manjares dulces y café, que sin mayores reparos todos tomamos, mientras conversábamos entre nosotros acerca de la tan rara experiencia que nos tocaba vivir.
      También, y quizás hundido en una involuntaria cavilación, me pregunté dónde estábamos en realidad. La última referencia espacio-temporal que recordaba del exterior era el “Frascuelo”, el viejo reloj de la torre del Ayuntamiento de Moralzarzal, al que vi de reojo y de camino a esta insólita morada, en la que –los que aún quedábamos– nos debatíamos en el límite de nuestras fuerzas y el umbral de la inconsciencia. 
      De pronto, advertí que los más rápidos y astutos se habían sentado a la mesa y compartían la charla de costado con quienes nos quedamos de a pie. Sentí que mi tiempo había terminado... ¿Cómo no me di cuenta de sentarme inmediatamente? –me reproché–. Al menos ella sí lo había hecho, siempre supe que era mejor que yo –pensé–. Luego le dije: Te amo, “Alicia”... –y ella sonrió.
      A través de la gran puerta ingresó el Sr. D. y mirándonos a todos con soslayo, sentenció:
-          Sólo habrán de quedar doce, pues, como verán, hay trece sillas a la mesa, una es para mí y el resto para mis invitados... Veo que ya han tomado asiento. Al menos uno de ustedes, de los que ya se han acomodado, deberá retirarse... ¡Tú! El de la cabecera, “Peter”. ¡Fuera de aquí!
      Y “Peter Pan” se retiró sin nada que decir. Sentí pena por él, pero más aún por mí, dado que lo mismo íbamos a hacer quienes estábamos parados, cuando el misterioso hombre prosiguió:
-          ¡Alto! ¿Quién les ha dicho a ustedes algo? Yo a mi casa invito a quien quiero y por el tiempo que deseo... y como sé todo lo que debo saber, no he librado al azar el hecho de quienes han de quedarse. ¡Párense los que están sentados y den vuelta las sillas! Encontrarán debajo un nombre, si coincide con quienes son, quédense, caso contrario... ¡Fuera ya mismo! Y que esos lugares sean tomados por sus legítimos dueños entonces.
      Una silla tenía mi nombre, mi verdadero nombre, otra tenía el de ella y estaba justo a mi lado. No exagero nada si digo que sentí un gran alivio.
Los demás elegidos también fueron tomando posesión de sus espacios, al tiempo que se retiraban los destratados por el Sr. D.
      Los doce finales ya estábamos en nuestros lugares, cinco hombres y siete mujeres, aún con las máscaras puestas asemejando a esos personajes de los cuentos, pero con nuestro verdadero nombre en cada silla. Fue en ese momento que el Sr. D. nos dijo desde la cabecera estupenda:
-          Queridos amigos, quítense las máscaras por favor. Reconózcanse.
Hizo una pausa breve, pero se travistió eterna. El aire se podría haber cortado con una espada sarracena. Apenas si atinamos a mirarnos, intuyo que lo hicimos para no parecer descarriados o montaraces que omitíamos de modo deliberado sus imperativas.
Así continuó:
-          Han existido muchas dificultades para llegar hasta aquí. Todos ustedes lo saben bien, ¿no es así? –sonrió mordaz, suficiente y de seguro auto-complacido–. Eran, al inicio, un mil de ustedes, separados en mesas diferentes. Luego, estuvieron en penumbras y en trance, más tarde enmascarados con apariencias de personajes infantiles pero desafiantes, se mantuvieron tensos y ahora están cansados. No teman. Han llegado al final por distintos motivos, pero fundamentalmente porque siempre han procedido de un modo correcto, tal vez, incluso sabio, en alguna medida muy humano, en verdad. Nadie que no goce de tales virtudes podría estar aquí sentado, pues este juego del que hemos participado es el juego de la vida... y de la muerte, o pueden llamarlo también: El juego de Moralzarzal, pues sólo aquí puede ocurrir, merced a la abnegada y divina custodia que nos provee el Arcángel Jefe de las milicias celestiales.
Pareció vacilar, pero más bien estaba tomando impulso para lo que vendría. Ahora vislumbro que la gravedad de las palabras que a continuación pronunciaría el Sr. D. ameritaban una cierta dignidad, un vacío, una solemne quietud.
Con rotunda decisión, prosiguió:
-          No obstante, alguien no pertenece a este convite, es alguien que no dudaría en traicionarnos si fuera necesario; que no ha hecho mérito alguno para estar dónde ustedes, sino que, en realidad fui yo quien la trajo ex profeso. Me estoy refiriendo a ti, a quien salvé por mi voluntad, la que fuera descubierta de manera artera por su propio marido, pero al que hubieras descubierto también tú, sólo que él lo hizo primero... ¡Fuera!
      Y fuimos doce a la mesa, ya no trece. Seis mujeres y seis hombres –contando al Sr. D. como el sexto de nosotros... o el primero, según se vea– y brindamos.
      Volvamos a casa, amor –me dijo ella.
-          Volvamos, sí –respondí.
Y fuimos ella y yo inseparables una vez más, tanto en el juego como en la vida y ahora, tranquila y serenamente, comprendo que Moralzarzal no fue una casualidad...

Ricardo Tejerina / 2010


[1] Dinastía de los Borbón en Francia, iniciada por Enrique IV en el siglo XVI y continuada sucesivamente por Luis XIII, Luis XIV, Luis XV y  finalmente Luis XVI, quien fuera depuesto y guillotinado por la Revolución Francesa al final del siglo XVIII.