domingo, 19 de febrero de 2012

LOS NO AMANTES DE SALOMÉ FERREYRA

Pablo Picasso

Hacer un racconto de amantes es algo bastante común en el mundo literario y en la chismografía histórica; pero realizar una lista de los que no lo fueron no resulta tan habitual, más cuando también se trata de no amantes de alguien que –a priori– deviene irrelevante. Sin embargo, las curiosas situaciones que protagonizaron los que declinaron (o no consiguieron) ser amantes de Salomé Ferreyra, le dieron un propósito a una historia que, de otro modo, hubiera caído en el completo olvido,incluso mucho antes de que este servidor considerase la posibilidad de contarla.
No voy a explayarme en describir a Salomé Ferreyra, porque Salomé Ferreyra no tenía ningún rasgo especial o distintivo. Tampoco su personalidad poseía cualidad alguna que la hiciera diferente, o digna de una mención más o menos edificante. Menos todavía incita la inspiración de este cronista algunas de las apostillas de la vida de nuestra protagonista, a sola salvedad de sus no amantes, claro está. Por ello, es que les pido a mis estoicos lectores que por su propia cuenta se imaginen a Salomé Ferreyra; de tal modo adoptará las características que cada uno desee, y más temprano que tarde la olvidarán involuntariamente y sin remordimientos.
A continuación, la descripción de algunos no amantes de Salomé Ferreyra, debidamente acreditados:
El carnicero del barrio, al que sólo le compró una vez y al fiado. Este hombre regordete y de proceder hosco fue uno de los más ocurrentes y tenaces pretendientes que supo tener Salomé Ferreyra, a pesar de no haber logrado nunca tenerla como clienta, salvo aquella única vez en que le fio tres cuartos kilos de carnaza y una buena ración de osobuco y espinazo. El carnicero solía pararse en la puerta de su local y blandir achuras y embutidos al paso de la candidata (la tripa gorda y las morcillas eran sus predilectas), al mismo tiempo que hacía movimientos pélvicos e intentaba una guiñada con el ojo derecho (hecho que nuestra heroína nunca advirtió, pues el carnicero tenía los párpados muy caídos y los pómulos muy prominentes). A pesar de los ingentes esfuerzos y la innegable seducción del profesional de la carne, éste no llegó a ser un amante de Salomé Ferreyra. Otras versiones más insidiosas divulgan que la mujer, si bien se sentía muy atraída, prefirió enfriar la relación para evitar el pago del fiado.
El yerno del cuñado, de apenas 23 años y personal trainer de profesión. La vida es un conjunto de relaciones, ésta que nos ocupa deviene de un acercamiento furtivo ocurrido en el cumpleaños de quince de la hija del hermano del marido de Salomé Ferreyra. La celebración fue una fiesta a troche y moche realizada en la Sociedad de Fomento de Vecinos Melancólicos de Villa Diamante, en el sur de la provincia de Buenos Aires. Allí, entre empanadas, daditos de mortadela, queso en barra cortado en bastoncitos y abundante vino de mesa en botellas de tres cuartos, nuestra siempre dispuesta candidata al amor ocasional le tiró los perros al jovenzuelo de cuerpo tallado como el David de Miguel Ángel. El mancebo, novio de la hija del hermano del marido de Salomé Ferreyra, desestimó de plano el convite y lo atribuyó a la efervescencia que el alcohol había producido en la madura dama. Ésta no resistió el rechazo del mozuelo insolente e intentó calmar sus ansias comiendo una tras otra varias porciones de torta y llorisqueando sobre el agua de los tachos alojados en el fondo en  los que se enfriaba la bebida. Una leyenda urbana de dudosa credibilidad cuenta que en ocasiones, cuando los incautos van en busca de bebidas frías e introducen intempestivamente sus manos en el agua gélida de los tachos, sienten que las lágrimas de Salomé Ferreyra se le incrustan en la carne como vidrios afilados. Explicaciones más mundanas dan por tierra con el mito y aseguran que sólo se trata de algunas botellas rotas que nunca faltan en esas improvisadas tinas heladas.
El predicador callejero que la visitaba los domingos. Éste sí que fue un caso muy curioso, puesto que si bien el hombre de fe no llegó a ser amante de Salomé Ferreyra, nunca dejó de frecuentarla. Sucede que el divulgador religioso era un hombre bien simpático y utilizaba esa lozanía de carácter al servicio de su cometido. Religiosamente, visitó a nuestra fémina enamoradiza los días de guardar y le recitó algún pasaje de las Sagradas Escrituras. La mujer, en verdad un alma del Señor, siempre lo acogió con dulzura. Con el tiempo, el hombre (que cuando se presentó por vez primera ya era mayor) fue perdiendo la memoria pero no los hábitos. De tal modo que siguió visitando a nuestra doncella sugerente, pero comenzó a hacerle proposiciones que poco tenían que ver con la palabra de Dios, aunque no la omitían del todo. Un ejemplo de ello es lo que le dijo una mañana dominguera de lluvia torrencial y coincidente con la tradicional festividad de Reyes: “Señorita Salomé, ve cómo llueve, si no le molesta quisiera guardar mi camello en su garage”. Un verdadero poeta alegórico que nunca obtuvo el consentimiento de nuestra damisela ardiente.
El telemarketer de la firma local de artículos para el hogar. Es bueno saber que Salomé Ferreyra era una compradora telefónica compulsiva de objetos que no necesitaba, y que muchas veces se negó a recibirlos en su domicilio cuando se los enviaban, porque también era una arrepentida consuetudinaria. Inmediatamente que formalizaba la compra, desistía de ella, pero en ocasiones no llegaba a transmitir la renuncia adquisitiva dado que cortaba intempestivamente la comunicación, como si ello –por sí solo– fuese suficiente para anular la operación pactada previamente. Esta rara inclinación al consumus interruptus le facilitó una relación con la voz oficial (o sea el vendedor telefónico) de la tienda de ramos generales de la zona. El hombre, que era un romántico empedernido, se introdujo en la vida de nuestra odalisca suburbana al mejor estilo novelero de Una voz en el teléfono. A sabiendas de que Salomé Ferreyra compraba primero para desistir después, el pícaro vendedor le ofrecía artículos que no tenía (por ejemplo la bala perdida de José Vélez, o la bata roja de Sandro, o una instantánea de Camilo Sesto y Ángela Carrasco), sin que ello supusiera un descrédito para la firma vendedora. De tal modo nuestra dama de corazón errante llegó a creer que la modesta tienda del barrio era algo parecido a Sotheby's o Christie's, pero emplazada en El Doque bonaerense. Lamentablemente, la relación no pasó a mayores, pues Salomé Ferreyra varias veces insinuó aceptar los encendidos favores del telefónico caballero, pero acto seguido se arrepintió.  
Como bien imaginarán, la lista podría seguir y hacerse interminable, pues a rigor de verdad, por más que Salomé Ferreyra haya tenido muchos amantes, tantos más han sido los que no lo fueron.
Esta breve reseña apócrifa, que rescata de la marginalidad a todas esas historias que nunca ocurrieron, tiene su razón de ser en que la vida –muchas veces– se empeña en que no acontezca lo que en verdad debió suceder.
A los nostálgicos de todo lo que no pasó, va dedicado este testimonio. Y a todas las mujeres que atesoran quince años en un rincón del corazón, como Salomé Ferreyra.

Ricardo Tejerina / 2012