domingo, 12 de febrero de 2012

EL CASO DEL DIRECTOR DEL CEMENTERIO DE LONDRES


Caspar David Friedrich


A E.A.P.

Leyendo a Poe me enteré de que los entierros prematuros son más comunes de lo que usualmente se piensa. Esa revelación hizo que me ocupara con mayor atención del tema y, por ello, realicé algunas consultas sobre el particular. Dicha actividad en lugar de disipar mis dudas logró profundizarlas, aumentando considerablemente mis cuestionamientos e incitándome a ir por más. En tres o cuatro meses había recopilado una cantidad de evidencias y testimonios que ya bien servían para documentar una investigación irreprochable y consistente: los enterrados vivos podían contarse en –al menos– un par de decenas en los últimos dos años en la ciudad de Londres y resultaban demasiados como para atribuírselos en su totalidad a la inescrutable catalepsia.  

¿Cómo podía ser que esto no se difundiera? ¿Cómo podía ser que se silenciara una situación tan sensible que preocupa a muchas más personas de las que se animan a confesarlo?

En una entrevista que mantuve con el director del cementerio local, éste me manifestó que era prudente no hacer bulla con el tema, que la gente teme a las cuestiones relacionadas con la muerte y que la divulgación de entierros inconvenientes sólo lograría escandalizar a la sociedad sin ninguna necesidad.

En esa misma ocasión el director también me confió que él en persona presenció la exhumación de un cadáver por la presunción de que había sido enterrado vivo. No ahorró descripciones ni adjetivos mientras compartíamos unas copas; huelga decir que su relato fue escalofriante y rayano en un oblicuo gusto. Confieso que sentí que el director disfrutaba del monólogo que efectuaba, pues no escatimaba detalles morbosos y se solazaba con una mueca ruin a medida que advertía mi contrariedad y revulsión. La combinación de jactancia y sadismo fue determinante para la elaboración de mi inevitable conclusión.

La entrevista se prolongó hasta que la noche cayó sin atenuantes. El director se había quedado dormido en su sillón, aferrado a la botella que supo contener al brandy. Hurgué entonces en su vitrina, estantes y cajones. Descubrí que en la parte superior de la biblioteca, disimulado entre los libros, conservaba una suerte de recipiente químico, alargado como un tubo de ensayo, pero menos transparente y de un vidrio más duro. No tuve dudas de que en su interior contendría un veneno, o un poderoso somnífero, o tal vez una droga capaz de actuar sobre el sistema nervioso y de emular las formas naturales de la muerte. Mis sospechas se confirmaron cuando vertí una minúscula gota sobre mi lengua y de inmediato sufrí un aflojamiento que bien podría presumirse como el preámbulo de un desmayo.

Una vez recuperado, sin remordimientos introduje parte de su contenido en la botella de brandy vacía (podría decirse que apliqué una dosis), luego la rellené hasta la mitad con el licor de otra. Me retiré de la oficina del director y avisé a la vigilancia que el funcionario se había quedado dormido en su despacho. Los custodios no hicieron mucho caso de mi aviso dado que el director acostumbraba a dormir sus borracheras desplomado en su sillón.

A los pocos días me anoticiaron del deceso del director del cementerio de Londres y tiempo más tarde se corrió la voz de que su tumba estaba maldita, pues varios testigos dijeron haber escuchado ruidos sordos y gritos ahogados provenientes de la profundidad de la sepultura.

Transcurridas algunas jornadas, ante el desasosiego de los cuidadores de tumbas del cementerio, las nuevas autoridades resolvieron exhumar el cuerpo que fuera entregado a la mortaja y al gusano, para, de tal modo, aventar toda conjetura sobrenatural y recuperar la paz del camposanto. En la bitácora oficial dieron cuenta del estado en que se encontró el cadáver y también el ataúd. La crónica forense dejó entrever que podría tratarse de un nuevo y desgraciado caso de enterramiento prematuro...

                                          Ricardo Tejerina / 2012